El incierto equilibrio de poder en un Medio Oriente post-Assad

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La caída del régimen de Bashar al-Assad no solo marca el fin de una era en Siria, sino que abre la puerta a un futuro cargado de incertidumbre para todo Medio Oriente. Durante más de una década, el país fue el epicentro de una guerra devastadora que no solo destrozó sus ciudades y pueblos, sino también el tejido social de su población. Ahora, con Assad fuera del poder, el panorama que se vislumbra está lleno de esperanzas y temores en igual medida.

Este momento es un parteaguas, pero también un recordatorio de lo frágil que sigue siendo la región. Siria no solo perdió una estabilidad impuesta, sino que quedó profundamente marcada por el trauma de un conflicto prolongado. El futuro que se abre ahora plantea más preguntas que respuestas, desde cómo se reorganizarán las dinámicas políticas y militares hasta qué tanto podrá reconstruirse una sociedad dividida.

El colapso del régimen

El fin del régimen de Assad llegó de manera abrupta. Liderados por el grupo insurgente Hayat Tahrir al-Sham (HTS), los rebeldes lanzaron una ofensiva relámpago que, en cuestión de semanas, desmoronó las defensas del gobierno. Este éxito no fue casual: el debilitamiento de aliados clave como Rusia e Irán, sumado al desgaste de grupos como Hezbollah, creó un terreno fértil para que las fuerzas opositoras tomaran el control de ciudades estratégicas como Alepo, Homs y finalmente Damasco.

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Pero este avance fue más que un simple golpe militar. Mientras HTS y otras fuerzas rebeldes tomaban Alepo, Homs y finalmente Damasco, las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF), respaldadas por Estados Unidos, consolidaron su control sobre regiones estratégicamente ricas en recursos al este del Éufrates. El avance muestra un nivel sin precedentes de coordinación entre grupos opositores, incluidos los kurdos, quienes evitaron confrontaciones directas para maximizar sus respectivas posiciones frente a la incertidumbre post-Assad.

Asimismo, la caída del régimen también expuso fracturas en las alianzas internacionales de Siria. Rusia, desgastada por una guerra prolongada en Ucrania, optó por asegurar sus intereses estratégicos mínimos en Tartus y Hmeimim, mientras Irán, aislado por la pérdida de su puente terrestre hacia Hezbollah, sufrió un golpe crítico. Incluso antes de la caída de Damasco, ambos países moderaron su lenguaje hacia los rebeldes, reconociendo implícitamente una nueva realidad política.

Un equilibrio regional en transformación

En Medio Oriente, la salida de Assad está dejando un mapa reconfigurado de ganadores y perdedores. Turquía, por ejemplo, emerge como uno de los actores más fortalecidos. Apoyando activamente al Ejército Nacional Sirio (SNA) y a HTS, Ankara busca posicionarse como un mediador clave en la reconstrucción de Siria, mientras refuerza su influencia en el Levante. Además, Turquía utiliza este momento para limitar la autonomía de las fuerzas kurdas, consideradas una amenaza existencial para su seguridad nacional.

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En contraste, Irán enfrenta su momento más difícil en décadas. La pérdida de Siria como aliado clave en su “eje de resistencia” compromete su capacidad para abastecer a Hezbollah y socava su influencia estratégica frente a Israel. Este cambio no solo pone en jaque la política regional de Teherán, sino que también obliga al régimen iraní a redirigir recursos hacia problemas internos y la replanteamiento de su programa nuclear.

Israel, mientras tanto, ve en la caída de Assad una oportunidad para desmantelar aún más la infraestructura militar de Irán en Siria. Aprovechando el vacío de poder, Tel Aviv está intensificando sus ataques preventivos contra instalaciones estratégicas, incluidas aquellas relacionadas con armas químicas y misiles. No obstante, la posibilidad de un Estado suní respaldado por Turquía en su frontera norte plantea nuevas preocupaciones. La posibilidad de un gobierno más islamista en Damasco plantea dudas sobre la estabilidad de las Alturas del Golán y el futuro de las relaciones de seguridad regional.

El vacío dejado por el régimen de Assad también plantea riesgos de desestabilización más amplia. Los actores regionales, como Arabia Saudita y Qatar, están vigilando de cerca para evitar que Siria se convierta en un caldo de cultivo para movimientos extremistas, como ocurrió tras las revueltas de la Primavera Árabe. Al mismo tiempo, países como Iraq y Jordania temen que el caos sirio se derrame sobre sus fronteras, exacerbando problemas de seguridad ya existentes

¿Un nuevo capítulo o el inicio del caos?

A nivel global, la caída de Assad también presenta dilemas para las grandes potencias. Para Estados Unidos, esta es una oportunidad para reducir la influencia iraní en Medio Oriente, pero también un desafío: ¿cómo lidiar con grupos como HTS, que, aunque efectivos en el campo de batalla, siguen siendo vistos como actores problemáticos? Aunque tanto la administración saliente de Biden como la entrante de Trump están mostrando reticencia hacia una intervención directa, el vacío de poder en Siria podría obligar a Washington a reconsiderar su papel, especialmente para prevenir un resurgimiento del Estado Islámico o una fragmentación completa del país.

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Rusia, mientras tanto, enfrenta un golpe a su prestigio y poder en la región. Incapaz de sostener al régimen de Assad, Moscú demostró los límites de su influencia en una región donde invirtió gran cantidad de recursos desde 2015. Con sus recursos dedicados principalmente a Ucrania, su presencia en Siria podría reducirse a una estrategia de contención, priorizando la protección de sus bases sobre cualquier ambición política más amplia.

Sin embargo, quizás el mayor riesgo que enfrenta Siria ahora es la posibilidad de convertirse en un estado fallido. La historia del Levante nos recuerda que los conflictos prolongados dejan profundas cicatrices en la cohesión social, y Siria no es una excepción. Con una población dividida por líneas sectarias y políticas, y un país devastado tanto económica como físicamente, el camino hacia la estabilidad será arduo y plagado de incertidumbres.

El colapso total de Siria no solo tendría consecuencias devastadoras para su gente, sino que desataría una crisis humanitaria aún mayor que la ya sufrida durante la última década. Además, un vacío de poder podría ser explotado por actores extremistas, intensificando la violencia en una región que ya enfrenta constantes desafíos de seguridad.

La reconstrucción como desafío global

La caída de Assad no marca el final del conflicto en Siria, sino el inicio de un capítulo igual de complejo. Aunque su desaparición representa una victoria para muchos, la verdadera batalla será garantizar que este momento de cambio no derive en un caos aún mayor. Para lograrlo, la comunidad internacional debe priorizar un enfoque multilateral que promueva la estabilidad y la inclusión política, lo que incluye el desarrollo de un marco de gobernanza pluralista que permita reconstruir las instituciones sirias y evitar una nueva fragmentación.

En última instancia, la historia de Siria será escrita no solo por los ganadores de esta guerra, sino por cómo el mundo responde a las oportunidades y desafíos que presenta este momento. La experiencia pasada nos enseña que las intervenciones miopes y los enfoques unilaterales solo perpetúan el sufrimiento. Ahora, más que nunca, la comunidad internacional debe aprender de los errores del pasado y trabajar hacia un futuro que priorice la paz, la justicia y la dignidad humana en una región marcada por décadas de conflicto.

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Equipo de redacción de El Estratégico

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