La escala de tensión en Medio Oriente y, en particular, la situación entre Israel e Irán alcanzó un nuevo pico en octubre con una serie de bombardeos aéreos “precisos y dirigidos” por parte de Israel sobre múltiples objetivos iraníes. La operación, descrita por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu como un ataque que “dañó gravemente la capacidad defensiva de Irán y su habilidad para producir misiles,” buscó neutralizar la creciente amenaza de los arsenales balísticos y de defensa antiaérea de Teherán. En esta última respuesta, Tel Aviv apuntó a blancos militares en varias provincias iraníes, incluido un sitio de producción de misiles en Parchin, según imágenes satelitales analizadas. Durante la operación, se registraron explosiones en toda la capital iraní y en puntos estratégicos al Este de Teherán, Ilam y Juzestán.
Esta acción responde directamente al ataque del 1 de octubre, cuando Irán lanzó cerca de 180 misiles balísticos en dirección a Israel, como represalia por la eliminación de altos mandos de Hezbolá e importantes figuras del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica (IRGC) en Líbano, Irán y Gaza. Así, la acción israelí apunta a mostrar una fuerza disuasoria que se convierte en una espiral de amenazas y represalias cada vez menos predecible. Desde un punto de vista estratégico, las fuerzas israelíes han logrado objetivos específicos y han evitado infraestructura petrolera y nuclear, cumpliendo una recomendación directa de la Casa Blanca de evitar una escalada hacia blancos sensibles.
La respuesta iraní, aunque limitada en detalles sobre los daños, resalta una “defensa sólida” y un daño “limitado,” mientras la Guardia Revolucionaria (IRGC) advierte sobre represalias futuras. Este ciclo de ataques plantea un panorama complejo donde ninguna de las partes se muestra dispuesta a reducir sus acciones militares. La falta de un marco de disuasión efectivo, sumada a la inestabilidad en Medio Oriente y la activa participación de actores como Hezbolá y Hamás, no solo comprometen a los Estados directamente involucrados, sino que también ponen en riesgo el equilibrio y la seguridad de toda la región. Sin un esfuerzo concertado y ante la ausencia de una capacidad disuasoria efectiva, es probable que la espiral de violencia continúe.
Escalada de amenazas: ¿una dinámica sin fin?
El conflicto entre Israel e Irán ha trascendido la lógica tradicional de disuasión, donde los ataques iniciales o las represalias pretenden únicamente “frenar” al adversario. En cambio, la situación se ha convertido en una dinámica de amenazas acumulativas, que no solo buscan desestabilizar al oponente, sino también construir una narrativa de poder y resistencia que se retroalimenta.
La noción clásica de la disuasión, que descansa en el equilibrio de poder, se diluye en este contexto. Aquí, cada acción no logra fortalecer la seguridad, sino que incrementa la sensación de amenaza en ambas partes, creando un ciclo interminable de represalias. Por ejemplo, los ataques israelíes, justificados como una respuesta disuasiva al lanzamiento de misiles balísticos por parte de Irán el 1 de octubre, pueden interpretarse como una demostración de fuerza que, lejos de establecer un alto en el conflicto, reaviva la tensión y marca una “nueva fase” en la escalada.
Este concepto de “nueva fase” no es menor, ya que implica una redefinición de la amenaza. Para Teherán, las acciones israelíes representan una agresión que amenaza no solo su arsenal militar, sino también su legitimidad y su influencia en la región. Desde su perspectiva, cada ataque israelí no es un simple golpe estratégico, sino un intento por debilitar a Irán como líder regional y minar su capacidad de respuesta en los escenarios de influencia, principalmente en el Líbano, Siria y Gaza a través de aliados como Hezbolá, Hamás y otros grupos terroristas como las milicias chiitas.
La ausencia de un marco de disuasión efectivo y los constantes golpes selectivos generan una percepción de inseguridad permanente. Esta percepción no solo afecta a los Estados directamente involucrados, sino que, además, empuja a sus aliados a posicionarse en defensa o en rechazo a estas intervenciones. En este sentido, los ataques no son acciones aisladas, sino símbolos de una guerra en múltiples frentes. La disuasión se convierte, en definitiva, en una especie de “guerra de desgaste” donde ambas partes, conscientes de que no pueden obtener una victoria clara, buscan erosionar la fuerza y el prestigio del adversario hasta llegar a un punto de rendición y de no retorno.
Por otro lado, el involucramiento de actores como Hezbolá y Hamás eleva la complejidad y pone a la región en un estado de latente conflicto multilateral. Estos grupos, que operan bajo el amparo y financiamiento de Teherán, actúan como brazos de influencia y presión en Líbano, Gaza y Siria. Esto introduce una dinámica en la cual cada ataque israelí se interpreta también como un mensaje directo a estos actores, consolidando así una red de amenazas cruzadas que complica cualquier intento de estabilización.
Desde este enfoque, la escalada de amenazas plantea una paradoja de seguridad: en lugar de proveer protección, cada acto militar profundiza la incertidumbre y refuerza las estructuras de retaliación que alimentan el ciclo de violencia. Sin un marco de diálogo viable y con la disuasión convencional erosionada, Israel e Irán parecen atrapados en una dinámica donde la agresión no solo fracasa en su misión disuasoria, sino que perpetúa la inseguridad y la hostilidad. Así, surge la incógnita: ¿es posible poner fin a esta lógica de acción y reacción, o se está frente a un conflicto condenado a escalar sin fin? Este dilema, lejos de afectar solo a los involucrados directos, se convierte en una amenaza latente para toda la región, atrapada en un espiral de desconfianza y amenazas que parece no tener salida.
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